Sueño de verano

Sueño de verano

La luz que atravesaba la ventana del salón de clases iluminaba cálidamente su perfil. Los árboles se meneaban suavemente y algunas hojas caían en el largo pasillo al otro lado del cristal; una tarde de verano en su completa magnitud. 
Faltaban ya solo algunos escasos minutos, para que la clase terminara. El profesor pasaba lista, con voz firme y alta repetía cada apellido a cuyo ritmo, brazos se levantaban seguido de un “presente”, que salía de la garganta de los universitarios que estaban en el salón. Conforme la lista se acercaba a su fin, el viento comenzaba a mover con mayor fuerza las ramas de los árboles. En espacios del cielo, la luz de la tarde se veía obstruida por nubarrones; el cielo se fracturaba y a pesar de aquellas manchas grises, se sentía una calidez que contrastaba con el olor a lluvia que amenazaba esa tarde en los pequeños recovecos por donde se colaban los rayos del sol. Los haces de luz se podrían apreciar desde las nubes hasta su destino en la tierra y, en uno de ellos se iluminaba el perfil de Maria Fernanda, a quién Ernesto no dejaba nunca de ver. 

Él se sentaba en un exacto ángulo de cuarenta y cinco grados respecto a ella para poder apreciar el perfil que tanto le gustaba. Nariz larga, pero pequeñamente redondeada; ojos marrones en los que con la luz del sol se pintaban tonos color miel. Sus labios eran pequeños y tenía unas mejillas redondas y pronunciadas que cuando sonreían le hacían sentir que no existía nada más en el mundo. Usaba el cabello corto, un pequeño fleco al frente y lo demás cortado a la altura de su quijada; con su mano seguidamente se lo recogía por detrás de la oreja, mostrando los pequeños y sencillos aretes redondos que siempre usaba, o al menos en los días en los que compartía clase con él. Esa tarde, llevaba un fino suéter rosa mexicano con botones blancos, una blusa blanca escotada en “v” que tenía sobre el escote un discreto bordado del mismo color. Traía una falda que, al cruzar la pierna, apenas le cubría la línea que divide el trasero de las piernas; la falda era plisada. 

Sin dejar de ver hacia la ventana en cuanto escuchó su nombre de la voz del profesor levantó la mano y sus cabellos resbalaron de su oreja para cubrirle la mitad del rostro. 

̶ Presente. Exclamó. 

Ernesto seguía inmediatamente de ella, levantó la mano desviando brevemente la mirada de Maria Fernanda hacia el profesor y exclamó de igual forma:

̶ Presente. 

Dos alumnos más contestaron de igual manera para llegar al final de la lista. 

̶ Dos minutos más y nos vamos, jóvenes. Esperemos que no comience a llover. 

Las palabras del profesor fueron aves de mal agüero porque justo antes de terminar los dos minutos prometidos, gotas de lluvia comenzaron a golpear el ventanal del salón, no con fuerza sino sutilmente. El aire parecía haber disminuido y lo que ahora movía las ramas de los árboles al otro lado del salón, eran las gotas de lluvia que en algunas partes acompañadas de los rayos del sol, formaban un veraniego arco iris. El profesor permitió la salida. Ernesto comenzó a guardar sus cosas lentamente a sabiendas de que Maria Fernanda siempre se quedaba hasta que todos se hubiesen ido. Esperaba, discreto, hasta que ella saliera para finalmente abandonar el salón.  Guardaba sus cosas lentamente, con miradas discretas para no perderse ni un segundo de ella. 

Aquella tarde, por alguna razón que él desconocía ella seguía con la mirada perdida en algún lugar al otro lado de la ventana, ajena a todo lo que sucedía a su alrededor. Ese perfil melancólico le parecía algo fuera de este mundo a Ernesto quien, desde que la vio por primera vez a inicios del semestre, no había podido colocar su mirada en otra parte. 

De manera anormal, Ernesto terminó de guardar sus cosas antes que Maria Fernanda saliera. En aquel momento no sabía qué hacer, nunca le había pasado. Sacó su diadema de audífonos inalámbricos de su mochila y la colocó en el cuello. En su teléfono móvil comenzó a buscar algo en su biblioteca musical. Escogió una canción que había descubierto hace apenas unos días: Negai Koto de Harano Oni, una melodía japonesa. 

Cuando levantó la mirada con la música comenzando a través de sus auriculares, Maria Fernanda estaba frente a él. El olor de su sutil perfume le hizo viajar a un inmenso campo de flores. La mirada de Maria Fernanda estaba fijamente puesta en sus ojos, su corazón se aceleró de una manera que jamás había experimentado y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para mantener la mirada. 

Sin dejar de verlo, ella extendió sus manos y tomó los audífonos de su cuello, acercándose bastante a su rostro, y los colocó sobre sus propios oídos. Cerró los ojos mientras la música seguía reproduciéndose a través de los auriculares. Ernesto observó que hoy portaba un tono ligero de sombras en sus ojos, acompañado de un suave rubor en sus mejillas; sus pequeños labios dibujaban una sonrisa que poco a poco permitió a Ernesto calmar el acelerado latir de su corazón.

Los finos labios de Maria Fernanda se abrieron lentamente después de más de cuatro minutos de canción para acompañar la melodía: 

tarara ra ra, tarara ra ra…

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Finalmente abrió los ojos y miró nuevamente a Ernesto, le tomó de la mano y comenzó a caminar fuera del salón. La mochila de Ernesto se quedó en su silla, apretó el celular en su mano izquierda mientras sujetó con la derecha la cálida mano que le jalaba. Salieron del salón y siguieron caminando a lo largo del pasillo. La lluvia había movilizado a la gente hacia la salida o el estacionamiento, todos querían salir de ahí antes de que arreciara la lluvia, por lo que no se encontraron con nadie en su camino. Caminaron por los largos pasillos del edificio de la universidad hasta llegar a la salida que daba hacia las escaleras que llevaban a las canchas de baloncesto, frente a ellas estaba el gimnasio rodeado de una pequeña arbolada. 

Soltó de la mano a Ernesto y corrió hacia el gimnasio en medio de la lluvia. A medio camino se detuvo y miró a Ernesto a través de la cortina de agua que le cubría. La ropa comenzaba a pegársele en las curvas de su cuerpo, su cabello se pegaba a sus mejillas y el agua escurría desde los audífonos que aún tenía en sus orejas. 

Ernesto dudó por unos segundos, no entendía lo que estaba pasando. Durante todo el tiempo que llevaba asistiendo a clases -ya casi cinco meses-, Ernesto nunca había dirigido palabra alguna a Maria Fernanda. La idolatraba de lejos, como quien venera algo inalcanzable, algo que con el solo hecho de poder verlo le hace sentir felicidad, pero ahora, todo había cambiado. El tacto de su mano aún se sentía fresco en su palma y su corazón seguía acelerado, no solo por el trote de subir hasta esa distancia sino porque ella había dejado de ser inalcanzable.

Queriendo dejar atrás cualquier tipo de pensamiento caminó hacia ella. La lluvia comenzó a mojar su cabello, su playera y sus pantalones. Metió su teléfono móvil en su bolsillo esperando que sirviera de algo y siguió su paso hacia ella hasta detenerse lo más cerca que su corazón le permitía. 

Con la mirada de uno en el otro, Ernesto sintió la necesidad de decirle algo. Trató de articular alguna palabra, alguna pregunta, pero un sinfín de emociones estaban dando vueltas en su estómago. Su corazón latía con fuerza, no solo por tenerla de frente sino también por el frío que comenzaba a calar a través de su ropa. El ruido de la lluvia no era estridente, era una lluvia fina pero tupida, de esas lluvias que arrullan por las noches. 

Un relato de sexo romántico bajo la lluvia

̶ ¿Te gusta la música japonesa? -preguntó. 

Al momento de terminar la oración, sintió como se ponía rojo como un tomate, ¿Esa era la pregunta que tenía que hacer? Seguro pensará que soy un estúpido, pensó. Trató de abrir nuevamente sus labios para decir algo más, pero sin advertencia alguna ella le tomó del rostro y se levantó ligeramente con las puntas de sus pies para acercarse a él; besó sus labios suavemente. El mundo alrededor de él desapareció al sentir la suavidad de esos labios. Ella se separó y recargó su cabeza en su hombro dejando caer todo su peso sobre él. Los audífonos resbalaron a su cuello, una suave melodía apenas se percibía de fondo.  Los pechos redondos hicieron peso sobre el pecho mojado de Ernesto, los delgados brazos le abrazaron con fuerza. Sin saber que hacer se quedó inmóvil ante lo que parecía un sueño de verano. 

̶ Ven. Susurró ella. 

Le tomó nuevamente de la mano y entraron al gimnasio. El gimnasio se encontraba solo, caminaron dejando una marca de huellas húmedas y gotas de agua en dirección a los vestidores. Una vez que cruzaron la puerta ella se giró de frente a él y le besó nuevamente. Esta vez no solo sus labios se entrelazaron sino también sus lenguas comenzaron a juguetear entre sí. El frío de la ropa parecía irse con el calor que generaban sus sensaciones. Sin decir nada más, ella comenzó a desabotonarse el suéter y lo dejó caer a un costado de una de las bancas del vestidor. Se quitó los audífonos y le besó nuevamente. Se separaron unos segundos y se quitó su blusa blanca. Traía un sostén blanco, con un pequeño moño que unía ambas copas. La tela era lisa pero se veía una pequeña irregularidad en el centro de sus copas, sus pezones se erguían debajo. La redondez de sus pechos era como todos los demás rasgos que Ernesto veía en ella, perfectos. Sin apartar la mirada de él, metió sus manos por debajo de la playera que traía y, acariciando suavemente su espalda, comenzó a quitársela. Él levantó los brazos y dejó que las finas manos de ella le quitaran lentamente la playera. 

Ernesto no tenía una complexión de deportista, si bien jugaba de vez en cuando baloncesto, no era un deportista nato, no tenía rutina ni llevaba alguna dieta. No era gordo, ni flaco, tenía un cuerpo promedio, si es se puede decir eso. Sin embargo, frente a la belleza de ella sintió pena y quiso cubrirse bajando los brazos. Ella detuvo los brazos y se acercó a él recargando su cuerpo con el suyo, pasó sus manos por detrás de su espalda y le abrazó por unos instantes. Él correspondió su abrazo.

Ella se separó por unos instantes para quitar el seguro de su sostén, el moño que juntaba las dos copas escondía un pequeño broche. Sin despegar su cabeza del cuello de Ernesto, se quitó el sostén y lo dejo caer al suelo. Los pezones erguidos de Maria Fernanda tocaron el pecho de Ernesto. 

Ella comenzó a besarle el pecho y lamer lentamente los pezones de él mientras le jalaba caminando hacia atrás. Sus respiraciones comenzaron a acelerarse. Se terminó sentando en la banca del vestidor y comenzó a desabrocharle el cinturón. Le desabotonó el pantalón y lo bajó hasta las rodillas. El pene de Ernesto se encontraba abultado en el bóxer de color guinda que traía ese día. Ella le acarició la pierna sutilmente con su mano, subiendo por encima de la rodilla hacia su entrepierna; bajó el bóxer con cuidado y tomó el pene de Ernesto en sus manos, recargó su frente en la pelvis de Ernesto y mientras su cabello mojado tintineaba con la piel que tenía frente a ella sus manos comenzarón a masturbar a Ernesto. Después de unos movimientos que levantaron el pene completamente, lo metió dentro de su boca y comenzó a ir y venir, moviendo lentamente su cuello. Ernesto le sujetó suavemente del cabello, ya no sabía si estaba en un sueño o si era la realidad, lo único que sabía es que quería preservar este recuerdo para siempre. Maria Fernanda siguió chupando y lamiendo el pene por un rato hasta que Ernesto la detuvo, la recostó suavemente sobre la banca. Levantó la falda y le bajó el calzoncillo que traía puesto. Ella no mostró resistencia alguna y una vez que él estuvo frente a su sexo, su respiración comenzó a acariciarla; le sujetó suavemente el rostro y le empujó hacia su vagina. Ernesto comenzó a besar y lamer los labios que tenía frente a él, las piernas de ella comenzaban a estremecerse y la presión que hacían las manos de ella sobre su cabello se hizo cada vez mayor. Ella entrelazó sus piernas por detrás de la espalda de él y comenzó a gemir cada vez con más fuerza; en el momento en el que sus gemidos parecían ya no espaciarse susurró: 

-Espera, espera un segundo. 

Ernesto se detuvo y se separó de ella. Maria Fernanda con la respiración entre cortada logró sentarse en la banca, se levantó y le dio un profundo beso mientras se movían para intercambiar lugares; Separaron sus labios y ella le empujó suavemente para que se recostara sobre la banca. Sin quitarse la falda se sentó sobre él y dejó que el pene de Ernesto entrara totalmente dentro de ella. Apoyó sus manos sobre su pecho y comenzó a hacer movimientos de ir y venir, subir y bajar. 

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Cualquier vestigio del frío causado por la lluvia y la ropa mojada había sido evaporado, las pequeñas ventanas del vestidor comenzaban a empañarse conforme los gemidos de los dos empezaban a ser más fuertes. Maria Fernanda mantenía los ojos cerrados y la cabeza apuntando al techo. Ernesto le sostenía la cadera con una mano mientras con la otra acariciaba cada uno de sus senos. Cuando el orgasmo amenazaba con llegar, ella abrió los ojos y bajó la mirada. Ambas miradas se cruzaron. El placer parecía insostenible y cuando ella sintió que su orgasmo estaba por llegar se agachó sobre él y le beso con fuerza. Le mordió un labio mientras sentía todo su orgasmo recorrer todo su cuerpo. Sus piernas se estremecieron, sus manos agarraron con fuerza los brazos de Ernesto y mientras dejaba caer su cabeza de lado soltó un fuerte gemido. Al dejar de moverse, sintió que el pene de Ernesto aún se encontraba firme dentro de ella. Aun con la respiración entrecortada se irguió nuevamente. Se levantó y se arrodillo a un lado de la banca. Comenzó a lamerle el pene lentamente mientras le masturbaba con una mano. Ernesto no tardó en venirse y su semen salpicó el rostro de ella además de escurrir alrededor de su pene. Ella lamió y tragó todo el semen de Ernesto. 

Se quedaron callados por unos segundos hasta que ella se levantó y se acercó a uno de los casilleros. Giró la combinación en el candado, abrió la puerta y sacó un par de toallas pequeñas, de esas que se usan para limpiar el sudor del rostro tras una práctica deportiva. Le ofreció una a Ernesto quien agradeció y comenzó a secarse. Colocaron la ropa sobre la otra banca del vestidor para que secara un poco. Se sentaron en la banca en la que tan solo unos minutos antes estaban teniendo sexo y ella recargo su cabeza sobre su hombro. 

-Si me gusta esa música- le susurro. 

Se quedaron callados con el ruido de lluvia de fondo esperando a que la ropa se secara un poco. 

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Sobre el autor: Gerardo González, «Al querer ser tantas cosas me di cuenta que para lograrlo solo tenía que ser una: escritor.» Escritor mexicano de todo lo que pase por mi cabeza.