Era un domingo de octubre cualquiera cuando decidí entrar a un bar a tomar una copa, luego de haber tenido un día realmente agotador.
Apenas entré, noté que un hombre me seguía con la mirada, un señor mayor que me sonreía a la distancia. Su actitud amable me llamó a compartir la mesa y unos tragos. Duramos horas hablando de todo y de nada.
Y yo lo analizaba, pelo gris, barba canosa, cara morena.
A mis 29 jamás había tenido interés por hombres mayores.
Aunque usualmente no me fijo en hombres mucho mayores que yo, él me encantó. Tenía algo vital y espontáneo, una actitud que me daba ganas de pasar horas hablando.
Después de tomar una copa fuimos a comer y luego, contra todo pronóstico, nos terminamos comiendo entre nosotros.
Esa fue la primera vez que tuve sexo con alguien mucho mayor que yo.
Ciertamente, su edad se manifestó en la cama.
Apenas entramos en su apartamento empezamos a besarnos apasionadamente. Sus manos recorrieron mi camisa hasta llegar a desatar mi brasier. Sus labios fueron bajando desde mi cuello hasta mis senos, y luego desde mi pecho hasta mi sexo.
El recorrido fue lento, excitante y apasionado; mientras con una mano acariciaba mis senos, con la otra iba rozando mi clítoris y con su lengua iba logrando que mi vagina lo invitara a entrar.
El sexo fue apasionado, fuerte y tierno.
Nos dieron las 5 de la mañana entre besos, cigarrillos y sexo.
Su arsenal de juguetes sexuales sin estrenar, sellados y organizados en una vitrina, me llamaron la atención. Me dieron miedo y, al mismo tiempo, despertaron una parte deseosa de mí.
Me permití estrenar casi todos sus juguetes y geles. Mi cuerpo fue recorrido varias veces por sus labios, me lamió desde la planta de los pies hasta la punta de la nariz.
Sus manos tiernas y suaves tocaron mi cuerpo como quien toca una porcelana. Las mismas manos tomaron mi cuello con fuerza y jalaron mi pelo como si me poseyeran enteramente.
Ambas facetas me encantaban, ambas facetas de su ser y de nuestro sexo me correspondían. Jugaba con mi lado más sensible y, al mismo tiempo, con mi lado más animal.
Toda faena tiene su final.
Era la hora de volver al mundo real y mi alarma me lo recordaba a todo volumen. El sonido incómodo de la responsabilidad me llamaba y me alejaba del festín de orgasmos.
Salí corriendo de su casa, llegué a la oficina, respondí mensajes que habían quedado olvidados desde el día anterior, planeé una fiesta para el fin de semana, respondí a ese chico que llevaba días invitándome a salir y así, poco a poco, me olvidé por momentos de mi noche de locura, de aquel desconocido con el que acaba de dormir.
A las 6 de la tarde un mensaje inesperado llegó a mi celular. Aquel hombre mayor me invitaba a pasar el fin de semana en otra ciudad y lo primero que mi mente advirtió fue que ese perfecto desconocido me quería llevar lejos de mi zona de confort.
El día había pasado lentamente y aunque estuve muy ocupada en cosas del trabajo, por momentos fugaces mi menté se devolvía a la noche anterior. Me sentía hundida entre dos sentimientos opuestos.
De él me gustaba su manera de comerme, de mirarme, de poseerme con ternura y al mismo tiempo con experiencia, con fuerza y con poder.
Pero también me hacía sentir insegura, confundida, ¿quería realmente frecuentar un hombre tan mayor? Sus canas chocaban contra mis prejuicios, y algunas de sus actitudes, un tanto paternales, despertaban mi lado más irreverente.
¿Qué debía hacer? ¿Quería realmente dejar entrar a mi vida un viejo amor?
Son las 5 de la mañana de un domingo de diciembre, han pasado 2 años desde que hice ese primer viaje con un desconocido. Él duerme y yo miro, desde la ventana del hotel, la playa y el amanecer.
Parece que fue ayer la primera vez que decidimos salir juntos a una fiesta. La música de la discoteca no resultó ser de su agrado y cuando por fin el ambiente se iba poniendo bien, él ya quería irse a casa.
En esa oportunidad yo cedí, me dieron las 5 de la mañana viendo la historias de mis amigos en la discoteca, añorando estar de fiesta y sintiendo celos de mis amigas que bailaban plácidamente con chicos guapos y alocados. Mientras tanto yo estaba acostada en su cama y escuchaba el televisor de fondo explicando sobre el imperio egipcio y la evolución de la escritura.
Encontrar el lazo entre dos mundos.
El buen sexo, las charlas amenas y una ternura desbordada no siempre son suficientes para establecer una relación. Sobre todo cuando existe una brecha generacional, de gustos, hábitos y aspiraciones.
El 31 de diciembre del año en que nos conocimos, él y yo pasamos por un dilema, su familia lo había invitado a pasar año nuevo y él quería que yo lo acompañara.
Habían pasado tan solo 2 meses desde que nuestro romance comenzó y muchos aspectos me eran todavía indiferentes.
Ya tenía claro que salir de fiesta con él no era el mejor plan, y que a su vez, para él, era incómodo cuando en reuniones con sus amigos yo no tenía la menor idea de los artistas de los que hablaban y sabía aún menos sobre cómo era el mundo hace 35 años, cuando ellos vivían a flor de piel la juventud.
Pero lo que realmente yo desconocía y dio un giro a nuestra relación fue cuando ese 31 de diciembre a las 10 de la mañana, mientras desayunábamos, me soltó la bomba. ¡Su hijo mayor era tan solo 3 años menor que yo!
Mi estómago se movió y las náuseas llegaron a mi cuerpo.
Fue horrible constatar cómo los prejuicios sociales y culturales pueden pesar más que los buenos momentos y el cariño que uno va adquiriendo por las personas.
En el momento en que él me habló de su familia, me pareció evidente que yo no iría a compartir año nuevo con ellos.
¿Qué dirían sus hijos? ¿Qué dirían mi familia, mis amigos? Si llegábamos a tomar una foto al lado de sus hijos, él bien podría pasar por mi papá.
Con algo de incertidumbre, un poco de nostalgia y bastante empoderamiento fruto de los complejos sociales, salí de su casa al mediodía, con la promesa de llamarlo después. Le dí un beso de año nuevo y huí.
Pude ver en sus ojos la cara de tristeza y desilusión al verse envuelto en la realidad. Yo lo quería, lo apreciaba, la pasaba bien con él. En la cama y en la intimidad de su casa, jamás sentía que su edad fuera un problema, pero en público mis actos ciertamente eran distintos, mi actitud era más distante, menos espontánea.
¡No estaba dispuesta a asumir nuestra relación en público, por miedo a lo que otras personas pensarán de mi viejo, mi amor!
El 1° de enero lo llamé y, después de una larga conversación, llegamos a una concesión que desde entonces ha servido bien.
No siempre estoy con él, no siempre encaja en mi entorno ni yo en el de él. Pero suelo dedicar unos días a nuestro romance sin nombre, a nuestro sexo desbordado y a nuestras aventuras que quitan peso a la edad y ponen gracia a la vida.