Relatos de sexo sin tabúes – Debajo de las Sabanas

Relatos de sexo sin tabúes – Debajo de las Sabanas

La noche llegó tan rápidamente, con la misma velocidad con la que se fugaban los días; pareciera que todo pasaba sin poder darse un tiempo para ella misma. Mucho menos tenía tiempo para Joaquín, con quien llevaba saliendo ya varios meses.
El momento llegó en un viernes de nubes aborregadas cuando, regresando de la oficina, se topó con él en la puerta de su departamento. Traía una botella de vino en la mano y una bolsa del supermercado cercano en la otra.

Entraron al departamento y, entre besos y caricias, prepararon la cena.

Tras la botella de vino tinto, una pizza mediterránea y una tabla de quesos -los quesos venían en la bolsa del supermercado-, ella le invitó a la habitación. En un principio quería hacerse la difícil, pero ella estaba tan necesitada de él que en cuanto dieron los primeros pasos en las escaleras se había lanzado a sus brazos; los besos de él le invitaban, le desataban, le excitaban. La pasión desbordaba.

No prendieron ninguna luz; por suerte no tropezaron en los últimos escalones de la escalera ni tampoco con las cobijas tiradas a pie de cama que no había recogido por la mañana. No tenía consideradas visitas cuando salió en las primeras horas del día rumbo al trabajo.

Debajo de las sábanas, él se le acercó con firmeza, rodeó con uno de sus brazos fuertemente su vientre y presionó uno de sus pechos con su otra mano, apretando entre sus dedos su pezón. Ella sintió el tacto rudo y áspero de sus manos.

-No seas tosco-. Le dijo.

-Me urges, necesito tenerte entre mí-. Le contestó.

Ella sintió la firmeza de esa urgencia debajo de sus caderas y al escuchar aquellas palabras susurradas a su oído, se desató en ella la fina cuerda del recato que, a pesar de su evidente excitación, ella intentaba mantener. No ayudó a mantener el control, el fino aliento que le acarició su cuello; su piel erizada recibió ese calor con una agradable descarga eléctrica, desde su cuello hasta lo más profundo de su sexo.

La mano que él le acercaba al vientre comenzó a acariciar los pastos que crecían en su monte de Venus, no se rasuraba, solo se los cortaba de vez en cuando. Por un instante el necio cerebro que gusta de distraerse quiso pensar y recordar si había pasado la tijera en los últimos días, pero en un acto reflejo entrelazo su mano con la de él, de manera opuesta.

Juntos exploraron las praderas de su pubis, como si corrieran a través de un campo de trigo. Cerró los ojos y exhaló con fuerza, avanzaron en su baile carnal y comenzaron a menear sus caderas; ella sintió el miembro de él y él sintió el firme trasero de ella. Ella giró su cabeza para exigirle besos en el cuello; él contestó con besos suaves que poco a poco se convirtieron en tenues y lentas mordidas.

Las manos en el pubis comenzaron a bajar juntas hacia el calor que guardaba su entrepierna; ella era la guía y él, el seguidor. Le encaminó hasta sus labios, los cuales abrió para él; varios dedos comenzaron a acariciar lentamente sus partes rosadas. Sus cuerpos se movían al compás de una melodía que solamente entre ellos conocían y escuchaban.

Sus pezones estaban firmes, sensibles, electrificando todas sus terminales nerviosas. Acercaron como pudieron sus labios, sin tocarse; sigilosos acercamientos hacia sus comisuras que solo tenían el propósito de pedir más y más. Sus lenguas jugueteaban un poco, era como un juego entre cazador y presa, solo que sin saber qué papel interpretaba cada uno.

En la habitación, las sábanas color gris Oxford reflejaban mediante algunos rayos perdidos de luna los movimientos de los amantes. Para cualquiera que no fueran ellos dos, solo había crujir de sábanas, sutiles gemidos y fuertes exhalaciones, pero ellos bailaban a un ritmo debajo de aquellas sábanas; un ritmo que aumentaba conforme sus pulsaciones lo hacían.

Faltaba poco para que sus corazones se hicieran retumbar en la habitación, pero antes de que eso pasara, otros ruidos invadirían el cuarto; como si más instrumentos musicales entraran a la puesta en escena.

Besos, caricias, mordidas; para ella ya no era suficiente. Deseaba pasar al siguiente paso; subir el tono del baile. Se desprendieron como pudieron de la ropa: la camisa quedó hecha nudo a un lado de la almohada, los pantalones se escurrieron por un costado de la cama y de la ropa interior ni se habían fijado donde había quedado.

Él le jaló con fuerza para ponerla por encima de él; los pechos de ella apuntaban como banderas hacia el techo, erguidas con el mismo orgullo con el que se muestra una insignia orgullosa en un castillo. La espalda de ella le rozaba el pecho ejercitado que ella tanto adoraba, la volvía loca. La erección que él tenía comenzó a rozar la entrada a su vagina; las dos manos de él estrujaron los pechos de ella con fuerza. Ella con una de sus manos le acariciaba el pene, acercándole a su intimidad pero sin dejarle entrar; con su otra mano le arañaba como podía el cuello y el pecho. Se mantuvieron en aquel baile, con sutiles movimientos de vaivén, por lo que pareció un largo tiempo. El siguiente paso sería a su ritmo, a su manera.

Ella estiró la mano hacia el buró, a un costado de la cama. El cajón ya estaba abierto. Sacó de una caja mal rota, un paquetito rojo – de preservativos- , abrió uno cuidadosamente usando sus manos, a pesar de los fuertes latidos que parecían salir de su pecho, se tomó su tiempo para sacarlo del empaque. La caja se había roto en una ocasión pasada, cuando la había comprado por primera vez con Joaquín; no se dejaba abrir la caja y terminó rompiéndola por un lado. ¡Malditos abrefácil!

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Giró hacia un lado de él y se escabulló por debajo de las sábanas; suavemente trazó su camino acariciando con sus labios el cuerpo de él, besos a su pecho, sus pezones, su estómago, su cintura. Sus manos acariciaron el miembro firme que tenía ahora frente a su rostro; suaves movimientos de arriba hacia abajo con ambas manos se repitieron hasta que, finalmente, colocó el condón en la punta del pene y con sus labios comenzó a ponérselo. Lo engulló por completo, así como la oscuridad devora la luz al caer la noche, ella lo llevó hasta lo más profundo de su garganta, aquello le encantaba a ella.

Liberó a su presa sin dejar de saborearlo con su lengua; comenzó a comerlo mientras con una mano le arañaba el vientre y con la otra le acariciaba los testículos. Cuando él comenzó a estremecer las piernas supo que tenía ahora el control completo del baile.

Sus labios devoraban, su lengua jugueteaba y sus uñas dejaban huella en la carne de él. Aumentaba el ritmo por unos segundos y después todo se volvía lento, pausado. Sentía el palpitar del pene en los labios y en la lengua. Aquello le era placentero pero su cuerpo ya la pedía más. Se levantó tirando las sábanas detrás de ella; las siluetas sombreadas de sus cuerpos se dibujaron en la habitación con los perdidos rayos de luna que se colaban a través de las pesadas y gastadas cortinas que cubrían la ventana.

Ambos cuerpos jadeantes se miraron por unos instantes, acalorados, deseosos de continuar, expectantes y ansiosos por lo que seguiría. Podrían jurar que sus almas se conectaron en aquel preciso instante, se vieron a través del reflejo en las pupilas del otro.

Ella tomó el pene en sus manos, se colocó por encima de él y le llevó hasta lo más profundo de su éxtasis, muy lentamente, sabiendo que después de aquello no habría calma alguna hasta alcanzar el orgasmo.

Él le sujetó ambas piernas, agarrando fuertemente sus muslos; ella comenzó a menear la cadera hacia el frente y hacia atrás. Con sus propias manos apretó sus pechos, se tocó sus hombros y comenzó a bajar lentamente hasta su abdomen, justo en el momento en el que él le levantó un poco y comenzó a arremeter con más fuerza.

Ella apoyó las manos en el pecho de él y se inclinó para poder sentir todo el recorrido del pene dentro de ella. Comenzaron los movimientos bruscos y cada vez que ella le sentía chocar, se estremecía; las uñas comenzaban a enterrarse en el pecho de él como si fueran anclas que le ayudaran a no perder la posición en la que estaba.

El éxtasis ya comenzaba a divisarse en el horizonte; no solo jadeos retumbaban en la habitación sino gemidos y hasta pequeños gritos se estrellaban en las paredes de aquel cuarto. Las ventanas ya se encontraban algo empañadas y las gotas de sudor empezaban a aparecer en sus cuerpos.

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-Sigue, sigue… -alcanzó a balbucear entre gritos.

Las manos ásperas que apretaban sus piernas ahora sostenían y movían con fuerza sus caderas; ella necesitaba sentir ese palpitar dentro de ella para dejarse ir completamente, esa sensación de final que tanto le excitaba y le hacía alcanzar su clímax. Él trataba de postergar el inminente final pero los gritos, los gemidos y los arañazos en su pecho le impedían ya cualquier control sobre su orgasmo. Finalmente él dejó explotar su ser; ella sintió ese palpitar salvaje por dentro e irguió su espalda mientras presionaba sus pezones con sus suaves manos. Arremetió fuertemente con sus caderas mientras las manos de él le presionaban con más fuerza.

Todo acabó en un fuerte grito; el placer irrigaba todo su ser y su cuerpo se estremeció por completo. Cayó sobre su amante sintiendo como sus caderas aún temblaban, sus labios no dejaban de gemir y no podía abrir los ojos; el orgasmo seguía recorriendo cada una de sus terminales nerviosas. Tras algunos segundos, finalmente recostó su cabeza sobre el hombro de él y se miraron.
Sus ojos vieron más allá de sus iris, la conexión no había desaparecido. Se dieron un beso suave y pausado. Ella supo que no acababan de tener sexo, habían hecho el amor por primera vez.

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Sobre el autor:  Gerardo González, «Al querer ser tantas cosas me di cuenta que para lograrlo solo tenía que ser una: escritor.» Escritor mexicano de todo lo que pase por mi cabeza.