Relatos de Sexo: Astarot tiene dedos largos y fríos y sus besos saben a menta con alcohol

Relatos de Sexo: Astarot tiene dedos largos y fríos y sus besos saben a menta con alcohol

Por Gavi Figueroa.

Lo descubrí una tarde de julio, corría calle abajo con el chapoteo de los charcos rebotando contra mis botas, la ropa se me pegaba al cuerpo y el poco viento que soplaba se había vuelto casi doloroso para mis huesos fríos. 

El cielo gris no dejaba bien iluminada la calle de adoquines que hacía un camino como de tetris, encajando cada parte donde debía estar. Cuando nada sobra, cuando nada falta, estar en medio de un todo parece adecuado. Te hace sentir integrado, en el lugar correcto. No tan a la deriva como venía transcurriendo mi vida. 

Cada vez que estaba cerca de encontrar ese lugar para mí, se me escapaba de las manos como una ilusión que termina a medianoche. Sin zapatilla ni príncipe en busca de su cenicienta. Solo yo con la sensación de estar permanentemente perdido. 

Patiné por la calle hasta doblar en el callejón donde estaba el bar de los despechos. El lugar tenía un nombre extravagante, “Las caricias de Astarot”, pero era adonde mis amigos y yo íbamos cuando uno de nosotros era botado a la basura cual cartón vacío. En el sentido estricto de la palabra, a mí no me habían “botado” sino que simplemente no me habían escogido como primera opción, y venía a enterarme un poco tarde, con el prometido de mi novio parado en la puerta de mi departamento. 

Llamé a mis amigos pero ninguno contestó, era un maldito viernes a media tarde. Planes tendrían. No me lo pensé y salí de casa a pocos minutos de que el prometido oficial se marchara con cara de triunfo.  

No anticipé la lluvia ni evalué mi estado de humor. Mi cuerpo decidió por mí. Crucé la pequeña puerta del antro y las luces de neón destellaron en la punta de mi nariz. El humo dejó una estela incómoda en mi garganta. “Las caricias de Astarot” tenía una de las mejores combinaciones de luces de la zona y, sin temor a equivocarme, diría que era el antro con el catálogo de carne de mejor calidad en toda la ciudad. Como si el pecado hubiera montado base en ese cuarto oscuro donde los rostros se veían no más que por la mitad. Medios rostros iluminados de rosa, rojo, verde o azul, la otra mitad velada por la penumbra. 

Me senté frente a la barra y mentalmente rogué que no me fueran a echar por el estado de mis ropas. El barman, lejos de eso, me atendió como si viniera en traje y corbata. Que sí, venía exactamente así e incluso con abrigo, pero escurría como un trapeador. 

—¿Un preparado?— preguntó. 

—Solo una cerveza negra, como mis penas. 

El hombre alzó una ceja e imaginé que se estaría preguntando por qué decidí emborrachar mis penas en un bar tan lleno de placer, por qué no me hundí en una cantina lúgubre. 

—¿Bailasss? 

Una voz rasposa siseó por mi cuello y tuve que hacer un esfuerzo por relajar los músculos y alejar el escalofrío dulce que erizó mi piel. Moví la mano para espantarlo, no tenía intención de enredarme con nadie en ese punto de la noche, quería beber y olvidar. Además, me pareció de pésimo gusto intentar bailar con alguien que estaba hecho una sopa de miseria y lluvia. 

—Deberíasss. 

La presencia se alejó y no fue sino hasta ese momento que sentí el peso de su cercanía. Había retenido el aire con la esencia de un leño puesto al fuego y mis dedos estaban sosteniendo la cerveza como si fuera el cuello de un enemigo. Tuve el impulso de girarme y detener a la anónima (e intensa) presencia, pero me negué. Así era mi cuerpo, reaccionaba y respondía antes de que yo mismo pudiera procesar la información. 

Mi piel solía saber lo que mi cabeza no. Me avisó desde el inicio que algo estaba mal  con mi ex, pero cuando es tu cuerpo el que te envía mensajes, no siempre tu lado racional se convence. El lado racional me decía que eran paranoias y mis inseguridades acabaron por ser justificativo suficiente para no ver lo obvio. 

Pedí la cuarta cerveza, me faltaba el doble para embriagarme y estaba más que dispuesto a llegar a ese punto de la noche solo y ahogado en autodesprecio. Fue entonces cuando escuché los gritos desde la pista de baile, aplausos y un cambio radical en las luces del suelo y las paredes. Con el rabillo del ojo noté a la gente replegarse hacia las esquinas. 

La curiosidad siempre ha sido uno de mis dones que vienen con su cuota de problemas. Esa noche en particular fueron el gatillo que me hizo caer en tinieblas profundas. En medio del salón, un hombre bailaba con una gracia tan abrumadora que quitaba el aliento. A mis ojos, la figura se alternaba con apenas el contorno de su silueta, según el cambio de luces. Con cada parpadeo iba descubriendo al bailarín, delineando sus rasgos, piernas largas y delgadas enfundadas en un pantalón de cuero negro que hacía de segunda piel, sus líneas eran esquinas suaves que se curvaban con los movimientos del baile. 

Nunca vi nada igual, las luces se alternaban entre el verde de un bosque encantado y un púrpura sobrenatural. La música era una mezcla electrónica, extrasensorial. Las líneas del hombre eran orgásmicas, la flexión de su espalda una curva de pecado y todos en ese antro lo sabíamos. Hipnotizados, ninguno conseguía apartar la vista. 

Cabello lacio del color del atardecer, corto pero radiante. La música subió en intensidad, como el loco latir de la sangre por mis venas; las luces se fueron a negro junto con la pausa brusca y sensual de la música, ese bajo que te prepara para un nuevo sacudón. Como el mar que se retira porque va a golpearte con una ola.

Este tsunami llegó con el coro de la canción. La luz morada destelló y, cuando volvió, los labios del extraño bailarín cantaron el estribillo de “Beautiful Liar”.  Entonces me clavó la mirada y el mundo cambió su centro. Ojos negros, ligeramente rasgados, con purpurina en los párpados.

No sé cómo, no estaba en mis mejores sentidos y mi autoestima había sido barrida un par de horas atrás, pero en cuanto el extraño bailarín posó sus ojos sobre mí sin sonreír, lo supe: me estaba seduciendo. Usaría la frase “tratando de seducirme” pero no puedo: yo ya había caído en la trampa.

 Cuando la música terminó, fue reemplazada por aplausos eufóricos. Me retiré a la barra nuevamente. Entonces una mano rodeó mi cadera.

—Vas a resfriarte si no te cambias— siseó de nuevo. 

—Nunca me he resfriado— contesté mientras me giraba a verlo. 

Sonrió, tenía una dentadura blanca con unos colmillos más largos que el promedio. La esquina de su labio tiraba con cierta prepotencia que no me molestó. 

—¿No prefieres prevenir?— susurró a mi oído. 

Tenía un aliento frío, casi helado, que recorrió mi columna con un contradictorio fuego. No me aparté, y un movimiento de cejas me señaló la escalera al fondo. 

—¿Qué propones?— dije con la voz en un hilo.

—Sígueme, te cambiaré de ropa. 

Mi cuerpo decidió otra vez. El hombre me tomó del brazo y el contacto hizo temblar mis caderas. Me dejé hacer. Subiendo las estrechas escaleras estaba una habitación amplia, con cama, ropero y una serie de espejos en la pared posterior. Era un estudio de baile convertido en cuarto personal.

—El antro es mío— acotó ante mi mirada curiosa. Deja tu ropa en la cama o mojará las maderas del suelo. 

—Ah— solté sin saber qué estábamos haciendo. 

Más bien, qué estaba haciendo yo dejándome seducir por un extraño cuando acababan de romperme el corazón. Me quedé de pie junto a la cama, a apenas unos pasos de la puerta. Él me miró de soslayo, con algo de picardía. Metió las manos en el cajón y sacó una toalla. Yo dejé mi abrigo sobre la cama pensando en que mojaría el colchón, pero él tendría sus razones. Cuando empecé a desanudarme la corbata, lo sentí a mi lado; me giré y él acercó su rostro hasta que nuestros alientos se mezclaron. Aunque tenía frío, mi aliento era un vaho caliente en comparación con el suyo, tan anormalmente helado. 

—Levanta los brazos— me dijo tironeando de mi camisa.

Obedecí, no podía decir que no. El contacto empezó por encima de la ropa, sus movimientos precisos y firmes no solo eran para el baile, también para desatar la corbata. La simple acción de ser jalado de esa manera, de ser controlado con la  naturalidad con que este extraño lo hacía, el sonido de la corbata friccionar con el cuello de la camisa, todo estaba encendiendo en mí un ansia sexual que no sabía si debía controlar o no. 

Sexo de una noche, de despecho, de encuentro efímero e intrascendental, era solo eso. Debía serlo para que yo me dejara arrastrar más. 

Cogió mi camisa por la orilla y la sacó del pantalón, su dedo índice delineó el camino de seis botones; desde el superior en mi cuello, hasta el inferior.  Comenzó a desabotonar y me sujetó por la cintura como si temiera que diese media vuelta y me fuera. En el silencio pernicioso de la habitación, con el eco de la música retumbando contra las paredes y en los espejos, mi corazón era lo que más se escuchaba. Fuerte y claro, no ansioso o sin ritmo; todo lo contrario, tan preciso y tajante en cada palpitación que sería un despropósito negar que quería ser consumido por ese bailarín de líneas perfectas. 

Cuando la camisa se abrió por completo, sus nudillos frotaron suavemente mi vientre, ahora expuesto; hicieron un camino por los vellos de la línea de mi ombligo. El extraño tomó la orilla de la hebilla de mi pantalón. Surrealista como sentía todo, escuché el cinturón ser retirado, el cuero chasqueando como un látigo en su mano. Mi miembro palpitó.

—Quítate los pantalones— ordenó. 

—Aún no me has dicho tu nombre— solté sin saber si era relevante o si realmente necesitaba saberlo para tener sexo de una noche. Pero lo hecho, hecho estaba. Él volvió su vista vidriosa hacia mí, preciosa y sensual. Me arrojó la toalla y rebuscó en el cajón de su cómoda por una camiseta y un pantalón.

—Astarot— dijo con una voz grave que no me dejó reírme. ¿Ese era su nombre real o solo lo decía por el nombre del antro? ¿No era Astarot uno de los duques del infierno? 

—Sigues con frío— indicó señalando mis pezones erectos. 

—¿Qué recomiendas para entrar en calor?— pregunté con más valentía de la que sentía. 

Él me había seducido, sí. Era un bailarín que solo podía llevar a la perdición, pero entre toda una multitud de personas, por lo menos esta vez, me había elegido a mí. Eso debía significar algo.

—Quítate los pantalones— repitió con un tono más tajante, interrumpido por el seseo, mientras se desabrochaba los suyos. 

Me senté a la orilla de la cama, estiré la pierna mirando la tela aún pegada por la humedad. 

—¿Me ayudarías?— pregunté con fingida inocencia. 

Soltó una carcajada y se deshizo de la ropa cintura abajo hasta quedar en un bóxer de licra semitransparente, tan pegado que me dejó ver la silueta de su miembro ya erecto. Mi boca se hizo agua por puro y visceral instinto. 

Astarot se acercó con largas zancadas, sus piernas tan delgadas me estaban volviendo loco. Con las luces del antro, el color lechoso de su piel se veía casi transparente, pero su presencia abrumadora me excitaba como nunca había experimentado en mis 34 años de vida. Nunca fui el tipo de hombre caliente y promiscuo; el sexo ni siquiera era algo que me emocionara demasiado, como veía que pasaba con mis amigos o mis anteriores parejas. “Frígido” me habían llamado. 

Lo creí verdad, creí que tal vez solo era un hombre con poca libido. Pero en ese preciso instante, el calor y el deseo que sentía por este desconocido eran desproporcionados, enfermizos y asfixiantes. No podía ser falta de deseo sexual.

Lo deseaba tan intensamente que sentía que no iba a poder soportarlo. Mi verga goteaba contra la tela de mi ropa interior, ya podía sentir la mancha húmeda y grande de mi presemen, casi al punto de rogar por algo que de todas formas iba a ocurrir. 

Él se arrodilló, tomó la orilla del goteante pantalón y tiró de la primera pierna. Dejó un beso en mi rodilla que se sintió como un zumbido eléctrico hasta mi cadera. Tomó el extremo de la otra pierna y, por fin, me sacó el pantalón. Sonrió al ver mi evidente erección, la humedad de mi excitación resaltada por el bóxer blanco. 

—Solo tú podrías hacerme arrodillar, cabrón— dijo con una ternura que no me resultó extraña, sino más bien familiar. 

Besó el interior de mi muslo, tan frío y caliente a la vez. Lamió subiendo hacia mi pelvis. Mi pene punzaba pidiendo atención, pero el contacto de sus finos labios, delgados y húmedos, me hacía sentir que íbamos por el camino incorrecto. Quería apagar mi cabeza y dejar que, al menos en esta ocasión, mi cuerpo cogiera las riendas. Estiré mis manos y lo tomé por el cuello de tortuga de ese suéter negro que parecía haber sido hecho específicamente para su delgado y fibroso cuerpo. Lo atraje y lo besé con hambre, con un intento de dominio. Estábamos en su territorio, yo a su merced, pero no era divertido hacérselo saber. 

Mis labios eran más carnosos; fue fácil que el dominio del beso fuera y viniera entre nuestras bocas. Él mordía y chupaba la mía tal como se haría con una paleta, succionaba y sus colmillos dejaban un dolor agudo pero seductor. Lamí esos dientes inusualmente largos, la punta pinchó mi lengua, yo necesitaba más, quería que me mordiera, que me hiciera sentir dolor y placer, más, mucho. Mi parte racional podría estar gritando que aquel hombre no era normal, que estaba ante algo fuera de este mundo, pero mi cuerpo se sentía irremediablemente atraído. 

Su mano me sostuvo por la nuca. Astarot me empujó sobre la cama y se fue echando encima de mí, hasta que mi espalda quedó contra el colchón y mis piernas colgaban del borde. Mis manos se deshicieron del suéter y se aferraron a su espalda. Acaricié la base de sus omóplatos y, sin saber por qué, presioné más; él soltó un gemido de satisfacción. 

—Por Satán, deja de pedirme que te marque. O lo haré— dijo entre mi boca, jadeando. 

—No te lo pedí— juré. 

—No tienes que decirlo, te sssiento. 

Una locura que no lo era, no tanto. Yo percibía cosas de él que, en teoría, no debería. Podía notarlo tan excitado como yo, pero la parte preocupante era que también sabía, con una claridad antinatural, que estaba ansioso y había un rasgo de temor en su cuerpo. No sabría especificarlo, estaba en mi pecho y se retorcía haciendo inseparables mis emociones de las suyas. Como un río que se desborda.  

Terminé por asentir con un gemido, su mano bajó hasta mi ropa interior, jugó con el elástico antes de deslizarse dentro. Sus dedos resbalaron por mi pubis, jamás los vellos de esa zona se me habían erizado al simple tacto. Todo era nuevo, daba vértigo y un temor que no acababa de convertirse en miedo, sino que se parecía cada vez más a la pasión. El demonio tenía dedos largos y fríos y sus besos sabían a menta con alcohol. Tomó mi verga y bombeó. Él siseó y yo me ahogué en gemidos. 

Su boca bajó por mi cuello, dejando pequeñas mordeduras. Quise gritar que clavara sus colmillos en mi hombro. No hacerlo fue muestra del resquicio de cordura que me quedaba. Siguió bajando hacia el pecho (todavía frío por el tiempo con ropa mojada), sin dejar de masajear mi verga. Lamió mi pezón. Grité bajito, frío. Jodidamente frío. Luego mordió y entonces todo fue dolor y calor. 

—¿Haces esto con todos los perros mojados que encuentras en tu bar?— solté de forma entrecortada, el placer y la sorpresa mantenían un nudo en mi garganta.

—Sssolo contigo.

Racionalmente, era una mentira; a cuántos hombres metería en ese cuarto noche tras noche… Yo era uno de los muchos seducidos por el demonio. Y sin embargo, a un nivel emocional e intuitivo, juraba que me decía la verdad. 

Se deslizó cual serpiente hasta colocarse entre mis piernas, apoyó sus manos en mis rodillas y me dirigió la misma mirada que cuando bailaba. Tan seguro de sí mismo, tan seductor. Sin sonrisa innecesaria, solo ojos llenos de deseo y ansiedad. Elevé una plegaria por motivos que escapan a mi comprensión. Astarot tocó con la punta de su lengua bífida la cabeza de mi pene punzante. Jodidos dueños de antros y bailarines profesionales. ¿Qué era esa lengua, Señor? 

—Mmm… ¿Cómo? Es demasiado bueno— jadeé. 

Él se deleitó chupando, lamiendo, masajeando y mordiendo todo el ancho de mi miembro. Mis jadeos se cortaban por la ausencia de aire y ante su ritmo desenfrenado. Arañé su cuero cabelludo, me sostuve de él porque me sentía caer. Astarot gruñó y engulló toda mi longitud.

—¡Mierda! 

Arqueé la espalda, su boca era helada como todo él. Cualquiera habría salido huyendo, yo me quedé y en ningún momento me planteé que eso fuera extraño. Mi cabeza solo procesaba pensamientos de, máximo, tres palabras: “¡Cielo santo!”, “¡Sigue, maldita sea!”, “¡Trágame, Astarot!”

 —Sigues siendo exigente— dijo sacando mi miembro de su boca con ese flap de la carne entre la viscosidad de una cueva. 

—No deberías detenerte— bramé, molesto por ser privado de ese placer. 

—A tus órdenes. 

Sus cabellos rojos parecían brillar entre mis dedos como el carbón entre las llamas; tiré de ellos, lo obligué a llegar al fondo, sentí sus labios hacer una sonrisa cínica contra mi piel. Embistiendo contra la boca de Astarot, empecé a correrme. Empecé, porque juraría que ese estaba siendo el orgasmo más intenso y largo que un ser humano podría experimentar. El sonido de éxtasis que salió de mi garganta debió escucharse incluso por encima de la música. El demonio nunca dejó de tragar, como si esta fuera la recompensa que había estado buscando desde el instante en que me pidió bailar. 

Imaginé la vista de Astarot, él entre mis piernas abiertas, con mi miembro aún semi erecto y palpitante, mi pecho subiendo y bajando mientras intentaba calmarme. Lo sentí cernirse sobre mí; colocó sus manos alrededor de mi torso, el colchón se hundió y volvió a mí el aroma del carbón a las brasas. Mi respiración apenas podía conmigo. Me pasé el brazo por los ojos, los cerré un momento. 

—Casi haces que me corra, eres realmente único— confesó el demonio con la voz ronca. Apartó el brazo de mis ojos. 

—Eso fue… fue… 

Buscaba palabras, abrí mis ojos y entonces balbuceé algo, no sé qué. La impresión era abrumadora; enfrente de mí, Astarot mostraba una larga y gruesa cola del color de la sangre fresca, que se retorcía por encima de su cabeza. 

—Maldición— gruñó al notarla.  

—¿Qué eres?— pregunté manoteando; me eché hacia atrás, buscando la ropa. Mi cerebro me gritaba que huyera. 

—Ya te lo dije, un demonio.  

—Eso no era gracioso— solté al tiempo que intentaba ahogar un grito de frustración y tomaba mi abrigo, que seguía sobre la cama.

 —Estás loco, loco de remate. ¿Me drogaste?— bramé. 

Él me gruñó de vuelta. Molesto. No estaba en mis cinco sentidos cuando accedí a esta calentura momentánea. Tenía que irme.

—¿Vasss a dejarlo en la mejor parte?— preguntó y su cola se enroscó en mi pierna, haciendo imposible moverme.

Su cola sí era caliente, como llamas que encandecen, pero sin provocar dolor. 

—¿Quién eres?— repetí buscando una explicación. 

—¿Quién eres tú? —contraatacó. ¿Lo sabes?  

Fruncí el ceño, me armé de valor y tomé su cola. Era real, tensa y gruesa.  Me jaló con ella hasta atraparme entre sus brazos. Sus manos palparon mi espalda, justo debajo de los omóplatos. Casi me hace volver a venirme. 

Como si estuviera tocando el punto de máximo placer en mi cuerpo, temblé con una explosión cuyas ondas se extendieron desde la espalda hasta la punta de mis pies. 

—Tócame— exigió. 

Embriagado como estaba, obedecí; mis dedos caminaron hasta su espalda, él presionó con más fuerza y yo arañé en respuesta. Entonces el hueso se movió, como si estuviera retorciéndose y rompiendo la piel. Salieron alas negras, las plumas volaron por la habitación. Algunas rozaron mis mejillas.

—Yo sé quién eres verdaderamente— soltó. 

Toqué las alas, tibias y suaves, él se tragó un gemido lastimero, pero se recuperó pronto. 

—Eres un ángel viviendo la experiencia humana, viniste a la tierra para experimentar, y te olvidaste de mí. 

Lo empujé con los ojos ardiendo; no por miedo, diablos, no. Porque su voz tenía un reproche explícito mezclado con tristeza y algo en el cuerpo me hizo sentirme miserable. 

—¡Qué horrible broma!— grité. 

Me incliné y le mordí la cola, estaba fuera de mí. Él jadeó y me soltó. Aproveché el desconcierto para tomar mi camisa y bajar a tropezones, más preocupado por escapar que por cubrirme. 

La música se había detenido, el tiempo también. Cuando volví a la planta baja del antro, todo estaba inmóvil: las personas, congeladas a mitad de algún movimiento. Me quedé plantado frente a la barra, procesando. Un dolor de cabeza hizo que me apeara. El bartender miraba hacia el frente, sin parpadear. Las palabras del demonio eran ciertas, o yo había perdido la sanidad mental. 

¿Un ángel entre los humanos? Dios, demasiado para creerse. Y aun así una vocecita en el fondo de mi cabeza acomodaba las piezas y daba sentido a mi constante sensación de no encajar, al hecho de que nunca había enfermado, a eso de haber sido un niño abandonado en la puerta de una iglesia. ¿De verdad me estaba planteando la posibilidad? 

Escuché un aleteo y sentí la presencia abrumadora del demonio caer de pie a mi lado, moviendo las plumas negras como si quisiera convencerme de que eran reales. 

De eso no tenía dudas. Mordí su cola, toqué sus plumas. El bar se congeló en el tiempo. Ninguna droga metida en mi cerveza podría haberme hecho sentir lo que él me estaba provocando. 

—Si has parado el tiempo, significa que pudiste detenerme— le espeté. 

Astarot se encogió de hombros. 

—Nunca quise obligarte. Te dejé hacer tu vida humana y me mantuve al margen siempre que viniste acompañado. 

—Hasta hoy— solté con la revelación. 

—Hasta hoy. 

—Podría irme y no volver. Tacharte de loco o de drogadicto. 

—Podrías. Y sin embargo, aquí sigues. 

—¿Curiosidad?— pregunté en un hilo de voz. 

Él sonrió de lado, negó un par de veces. 

—Esto es más fuerte que la curiosidad, ya lo sabes. 

—¿Lujuria?— solté mientras se acercaba. Sus labios rozaron los míos y me acorraló contra la barra. 

—Pertenencia— dijo antes de besarme. 

Hambre. Hambre de él. 

Me dejé ir con el placer de sus labios y colmillos contra mi boca. Nos separamos porque me faltaba el aire, él parecía no necesitar respirar. Lamió la comisura de mi boca y luego llevó su mano hasta mis labios y yo lamí sus dedos con lascivia, mojándolos por completo. 

Entendí la señal. No tenía caso meditarlo hasta volver mi cabeza una papilla deforme: si el demonio fuera malo, me habría hecho daño, me hubiera forzado. Lejos de eso, estaba pidiendo permiso con ojos de anhelo que eran imposibles de ignorar. Esa sensación familiar que había entre nosotros, esos ojos que ahora eran rojos y afilados, estaban mirándome como nunca nadie lo había hecho. Sentí mi cuerpo hervir, ganas de fusionarme con él, de ser envuelto en sus alas. Como si lo extrañara no de esta sino de otras vidas.

 —¿Aquí?— dije mirando a todas las personas que seguían congeladas. 

—Me has hecho esperar mucho— respondió y desapareció a las pobres almas alrededor de la barra. La música regresó, las luces volvieron a inundar el antro con morados y verdes centelleantes. —Aquí y ahora. 

Me cogió de la cadera y me subió a la mesa helada, me sostuvo ligeramente en el aire, llevó sus dedos hasta mi trasero, abriendo mis nalgas y acariciando mi entrada. El pene de Astarot se frotó contra mi abdomen.

—¡Oh, Dios!— proclamé cuando introdujo sus dedos índice y medio dentro de mí. Tan endemoniadamente mojado, fácil y excitante que solo podía ser algo demoníaco.

—Créeme, ángel, Diosss no tiene nada que ver con esto— exclamó Astarot hundiéndose más dentro de mí, cogiéndome ávidamente.

La sensación era tan placentera que mi ano prácticamente succionaba, pidiendo por todo. Astarot gruñó enloquecido, presionando los lugares correctos hasta llegar a mi próstata. Quería devolverle el placer, era un regalo divino. Bajé mi mano y me deshice de su bóxer. No logré ver su verga, pero sí que la sentí.

 —Ugh…mmm… maldito demonio, esto es… vas a matarme. 

Gruesa, con las venas marcadas e infernalmente caliente. Enrosqué mis dedos y bombeé. Él siseó de placer, se apoyó en mi hombro y me mordió. 

—Será un placer. 

Astarot estaba impaciente, sus caderas se empujaban contra mi mano, ya goteaba líquido preseminal con pura anticipación. Yo estaba en el mismo estado, mi interior se abría con impaciencia y deseo, no podía controlar el movimiento de mis caderas que subían y bajaban sobre sus dedos. Mis muslos temblaban y se abrían a cada lado de Astarot, queriendo más. Astarot introdujo un último dedo y grité.

Saliva se derramaba por la comisura de la boca de Astarot, totalmente anonadado y embelesado con mis sonidos, casi como un encanto angelical. Mi cuerpo danzaba y se retorcía pegándome a su pecho, pidiendo más. 

—Hermoso— me dijo con ternura, y el bochorno subió por mi cuello.

Ahí estaba de nuevo, esa extraña conexión que había sentido desde la primera vez que escuché su voz esa noche. 

Astarot sacó sus dedos de mi interior y yo rezongué, frustrado. 

—¡Qué impaciente! Calma, serás recompensado. 

Gemí y él se sentó en la barra. Ahora yo estaba a horcajadas sobre sus caderas sintiendo cómo la verga del demonio se acoplaba entre mis nalgas. Astarot me abrazó y comenzó a rozar su verga a lo largo de toda la grieta entre mis glúteos. Me puse duro en segundos.

—¿Te intimida mi culo angelical?— piqué, sintiéndome en control de la situación.

—Profanar tu culo angelical es mi deporte favorito. 

Sus manos separaron más mis nalgas, la punta de su miembro hizo un vaivén contra mi perineo. Maldito demonio, me incliné para morder sus perfectas clavículas y él se rió de mí. 

—Puedes morder mucho más fuerte, sssoporto muy bien el dolor.

—Te excita que te duela, querrás decir. 

—Compruébalo. 

En el instante en que clavé mis dientes en su piel, sentí la estocada de su miembro entrando y su cola enroscándose en mi pene, apretando ligeramente. Gemía, jadeaba, a veces incluso gritaba, mientras aquella verga monstruosa se hacía paso hacia mi interior y la cola bombeaba mi erección. Era un placer desconocido y abrumador. Las largas uñas de Astarot se clavaron en mi culo, masajeando mis nalgas, marcando el ritmo de las embestidas. Lo cabalgué como un poseso. 

Arqueé la espalda, su cola presionaba desde mis bolsas hasta mi glande en un ritmo delicioso y húmedo que parecía macabro. Astarot buscó mi boca y no se la negué, sus ojos me tenían hechizado. Echó sus brazos hacia atrás, lo cabalgué a mi gusto, con una necesidad frenética que no daba espacio para la contemplación, solo el crudo y visceral chocar de pieles. Esta vez, los gemidos que inundaban el antro detenido en el tiempo eran los del demonio. 

Su otra mano libre me agarró por el cuello, profundizó el beso; lamí sus colmillos y él en respuesta mordió mi lengua con una furia apasionada, mientras las embestidas ganaban rapidez, fuerza y profundidad. Sentí cómo mi cuerpo era corrompido y profanado por tres lugares a la vez: culo, verga y boca. Casi como si una parte muy profunda en mí, enterrada, viviera aquello como un sacrilegio sensual, tan prohibido y tan deseado. 

Me pregunté si este demonio y yo ya habíamos hecho esto antes, porque no concebía que me hubiera negado a este placer después de haberlo conocido. Me volvería un adicto, este pecado me corrompía desde las entrañas y me hacía explotar, gritando dentro y fuera de mí. 

El placer tan sobrenatural se combinó con un dolor que me llevó al más profundo éxtasis, algo crujió en mi espalda y el desgarro de piel dio paso a un par de alas blancas cuando me corrí duro en abdomen y cola de Astarot. El demonio maldijo embelesado y fuera de sí. Apreté tanto en el éxtasis que parecía que iba a exprimir su verga y él no tardó en seguirme: clavó sus uñas en mi culo mientras me llenaba con su semen, tan fuerte, abundante y afrodisíaco como si estuviera hecho para elevar el placer (y era un demonio, todo era probable). Mis esfínteres palpitaron como latidos, recibiendo todo. 

—Estabas hambriento, ángel. 

Chasqueó los dedos y aparecimos sentados a la orilla de la cama, como si jamás hubiéramos bajado al antro, lugar en el que el tiempo pareció seguir su ritmo con la música y las voces de la fiesta. Me apoyé en su hombro, agitado; con la voz trémula, apenas logré articular: 

—Mmm demonio de la lujuria, eso eres. 

Sonrió con sus labios contra mi hombro. 

—Para tu beneficio; si no, tu salida de alas habría sido menos placentera— se burló. —La próxima vez, sácalas desde el inicio. 

—Un paso a la vez, demonio— mascullé sin mirar mi espalda. Las podía sentir y eran demasiado familiares. —Si me haces llegar al orgasmo así de bien, podrás acostumbrarte a verlas. 

—Tan exigente como siempre, cabrón. 

Me besó la comisura de la boca y su cola se enroscó entre mis piernas como un abrazo. Ya habría tiempo para procesarlo; en ese instante, lo que sentía era estar en el lugar correcto. Por fin. 

Sobre la autora: Gavi Figueroa, escritora y podcaster, disfruta mucho leer cómo dos chicos se meten mano.