Hubiera: Relato de Sexo Parte 2

Hubiera: Relato de Sexo Parte 2

Para poder disfrutar de este artículo, te recomendamos leer la primera parte de este relato, disponible aquí.
-Quiero que hagas un trío con nosotros.

Me había dicho días atrás y ahora yo, estando frente al motel, quise ver la hora en el reloj de mi muñeca izquierda para saber si ya era la hora agendada o no, pero por alguna razón solo veía algo borroso entre mi mano y mi antebrazo. Entré sin más por la puerta principal y me acerqué a la recepción.

El hotel tenía una pequeña sala en la estancia donde una televisión encendida reflejaba solamente estática.

-Buenas tardes, dije.

-Buenas, dijo el señor que se encontraba tras la barra. Estaba peleando con el control remoto de la televisión. Después de varios intentos logró sacar la tapa y con ello pudo retirar las baterías. Tomó la primera batería entre sus manos y la frotó con fuerza. La colocó en la posición de la otra pila y repitió el mismo procedimiento con la segunda. Cerró la tapa, apuntó a la televisión y al primer intento desaparecieron las líneas grises y aparecieron unas imágenes borrosas que, curiosamente, recibieron la aprobación del recepcionista.

– ¿Con jacuzzi o sin jacuzzi?

Me quedé pensando unos segundos. Me decidí finalmente por una habitación con jacuzzi, saqué el dinero que me pidió de la cartera y tras pagar me entregó una llave: 34D. Curiosa nomenclatura para las habitaciones, pensé.  Caminé hacia el ascensor y antes de entrar en él, la tele volvió a quedar en estática. Mala señal, supuse.

Subí al tercer piso y al abrirse las puertas caminé sobre el pasillo pasando por cada una de las habitaciones anteriores: A, B y C. Al final del pasillo se encontraba la 34D.

Abrí la puerta y miré la habitación. Era una habitación amplia con una cama King Size; justo al frente de la cama, a poco más de medio metro, se encontraba el jacuzzi y, a un lado, pegado a la pared, un sillón del amor.  Frente a la puerta de entrada  una puerta de cristal permitía  ver la regadera y el baño. Cada uno tiene sus fetiches, pensé. Entré al baño a liberar un poco de presión y me lavé la cara y las manos. Me había bañado concienzudamente en la mañana, estaba seguro pero ante aquella situación me encontraba inquieto. No había notado la televisión encendida hasta que terminé de lavarme la cara. Salí del baño y vi la tele justamente por encima del jacuzzi. En la pantalla aparecía Bunbury cantando: “ nada es como habíamos imaginado”. Bunbury aparecía cantando con un barco de fondo en una especie de desierto, en algunos momentos su voz desaparecía, justo en los coros. Con su voz a veces sonante, a veces ausente, de fondo en la habitación, mandé por mensaje el número de la habitación. Me recosté en la cama, tomé el control remoto y apunté a la televisión; una palabra es la que no escuchaba decirle en su vídeo. Traté de leerle los labios, pero al final me di por vencido y terminé apagando la tele.

Tras varios minutos, tocaron a la puerta, tres golpes cortos y secos.

-Voy, grité mientras me incorporaba con el corazón casi saliéndose de mi pecho.

Abrí la puerta y ahí estaba ella con sus chinos sueltos, envuelta en un vestido de una pieza, me parecía que era el mismo vestido que había usado con Andrea. Me saludó muy sonriente tratando de ocultar la vergüenza que la engullía. Su esposo me saludó con un choque de mano y un pequeño abrazo. Curiosa manera de saludar a quien también se va a acostar con su esposa, pensé. Quizás es por eso, también.

Me quedé por unos segundos totalmente pasmado, sin cerrar la puerta. Entonces le sentí acercarse nuevamente y cuando nuestras miradas se cruzaron, me dijo:

-Oye, despierta.

Aquella palabra me pareció tan ajena, pero en cierta medida me hizo sentir como si necesitara escucharla más veces. Nos sentamos en la cama y lo único que se me ocurrió preguntar fue sobre el tráfico para llegar. Estuvimos hablando tontería y medio por varios minutos, hasta que finalmente ella dijo:

-Pues a lo que venimos.
Miró a su esposo y siguió.

-¿Puedo?

Su esposo asintió y ella dio unos pasos tímidos hacia mí, se acercó más y me tomó del rostro. Llevó sus labios a los míos y me besó. Nuestras lenguas se tocaron tímidamente y después con fuerza. Cuando quise abrazarla contra mí, se separó y caminó hacia su esposo, lo besó de igual manera. Se besaron varios segundos y después ella lo separó suavemente y se recostó sobre la cama. Sin que dijese algo más, los dos nos dirigimos a ella. Él comenzó a levantarle  el vestido despacio y a besarle las piernas, besó suavemente sus muslos y comenzó a subir lentamente. Yo me dirigí de nuevo a sus labios y acaricié su rostro. Nos separamos tras algunos besos suaves y largos y ella dirigió su mano izquierda hacia mi pantalón, buscando tantear mi pene que ya se sentía erecto tras la tela. Me jaló junto a ella y comenzó a bajar la cremallera de mi pantalón. Solté el cinturón y el botón  para permitirle abrir con mayor libertad mi cremallera. Si bien no estaba totalmente parado, ya tenía un tamaño decente, y el solo hecho de sentir su tacto sobre él me hacía sentir cómo se endurecía y levantaba más y más.

Lo acarició suavemente frente a su rostro sin quitar la mirada de mis ojos. Acercó sus labios y abrió su boca, sentí el calor de su aliento en mi pene y cómo mi erección se volvía más dura. Lo introdujo en su boca sin dejar de mirarme y, cuando finalmente lo envolvió con sus labios y su lengua, cerró los ojos y comenzó a mover su cabeza suavemente. Aquella sensación me hizo sentir como tocar el cielo, casi hace que me viniera en ese preciso momento. Hice acopio de todo mi autocontrol posible para aguantar dentro de su cálida boca.

Tras varios segundos de placer, que me parecieron interminables, sacó mi miembro dejando un finísimo hilo de saliva que terminó recortando con la lengua. Me miró e hizo una mueca de placer mientras se retorcía un poco sobre la cama. Bajé la mirada y su esposo ya le había quitado la pequeña tanga que traía y tenía el rostro metido en su entrepierna, el vestido alzado hasta la cadera. Me acerqué entonces a sus hermosos y redondos pechos para comenzar a lamerlos suavemente. Unos pequeños gemidos escaparon de su boca.

Su esposo se separó por unos instantes y se quitó la playera que llevaba puesta. Me acomodé sobre la cama y también me deshice de la camisa que traía, además de quitarme por completo el pantalón. Él hizo lo mismo. Ella se enderezó dejando las piernas dobladas hacia un lado y se quitó el vestido fácilmente. Sus zapatos de tacón ya hacía tiempo que estaban en el piso, a un lado de la tanga que le había quitado su marido. Sostén no traía. Se colocó en cuatro y ofreció su curvo trasero a su esposo, quien sin pensarlo comenzó a penetrarla. No dejaba de mirarme mientras su esposo arremetía contra ella. Me ubiqué de rodillas en la cama, acercando mi pene a su rostro. Comenzó a chupar sin dudarlo, así que con una mano me dispuse a jugar con sus pechos mientras con la otra le sujetaba el esponjado cabello chino.

Sentía cada vez más cerca mi orgasmo, también cómo ella aumentaba el ritmo y cómo se ahogaban más y más gemidos en su boca. La respiración de su esposo y su embiste se volvían más salvajes, mas intensos. Traté de aguantar un poco más pero ya estaba en mi límite. Sin avisar, solté todo mi orgasmo dentro de su boca, presionando su cabeza, que tenía sujeta a través de su cabello, hacia mí. Mientras me venía, moví rítmicamente mi cadera.  Hasta que sentí que ya había sacado todo y me hice hacia atrás. Ella tragó y se enderezó para besarme apasionadamente. Nos besamos sin importar nada y cuando su esposo se vino dentro de ella separó sus labios de los míos y gritó con fuerza; después, mordió mi hombro apasionadamente mientras me arañaba la espalda con intensidad.

Se dejó caer sobre la cama y yo me tiré hacia atrás lentamente, dejando reposar mi espalda sobre la fría madera de la cabecera. Estábamos ahí,  aún en la nube de placer y deseo que nos había ahogado hacía tan solo unos  minutos, cuando ella rompió el silencio:

– ¿Otra vez?

-Sí, dije sin dudarlo.

-No vayas a despertar…, me susurró al oído mientras me envolvía en otro apasionante beso.

Lo que alguna vez dijo François Mauriac sobre la muerte bien aplica también para algunos momentos únicos en la vida, no se van sino que se inmortalizan; para bien o para mal.

El sonido del agua cayendo de la regadera siempre me ha tranquilizado. Mientras esperaba el agua caliente, miré mi reflejo en el espejo. Algunas arrugas se me notan en los ojos, pensé. El tiempo ha pasado. A veces siento que su rostro me mira a través de los espejos por donde me miro, mi reflejo desaparece  reemplazado por su rostro con el mismo brillo de aquel día en que su mirada expectante me había invitó a sus brazos.

El vapor difuminó el rostro que  segundos atrás había aparecido frente a mí. Volví a ver  mi borroso reflejo. En el pequeño baño, de apenas 4 metros cuadrados, empecé a sentir un poco de calor. Retiré la cortina y toqué el agua con mi mano izquierda. En su punto, pensé. Algo caliente, pero no demasiado.

Sentí el agua escurrir a través de mi cuerpo, llevándose todo lo que había ocurrido en el día. No era mucho, pero no tenía intención de dejarlo en mi cuerpo. Cerré la llave y me coloqué un poco de champú en el cabello. Comencé a masajear mi cuero cabelludo y me dejé envolver nuevamente en mis recuerdos, en aquella tarde en el café, cuando me había pedido que hiciéramos un trío, ella, yo y su marido.

– ¡¿Qué?!, le había dicho ante su propuesta en aquel momento, a bocajarro.

-Que quiero que hagas un trío con nosotros.

Tras sostenerme la mirada unos segundos más, la desvió hacia su taza vacía

-No me hagas repetirlo.

Mi mente en aquel entonces estaba vuelta un trompo, giraba sin parar entre la emoción, el miedo y la felicidad. ¿Por qué sería yo con quien quisiera estar? ¿Serán esas ganas que nunca habíamos podido saciar?

Tontamente, recuerdo haber preguntado sobre lo que opinaba su esposo, a lo que ella mirando  su taza, sin levantar la mirada, respondió:

– Supongo que sería una de cal por la de arena.

Pues si ella había aceptado el trío con otra mujer, ahora le tocaría a él aceptar el trío con otro hombre.

Tras lavarme concienzudamente con el jabón que tenía en la pequeña repisa del baño, dejé salir un poco de agua fría para tratar de aligerar mi mente. El agua helada disminuyó la pequeña erección emergente, que brotó de recordar aquella propuesta. Cerré las llaves por completo, tanto la fría como la caliente, y corrí nuevamente la cortina para tomar la toalla que tenía doblada por encima de la caja del retrete.

Comencé a secarme mientras sentía su mirada a través de la bruma que se reflejaba en el espejo, su mirada salía del baúl de mis recuerdos a través del espejo y se clavaba de la misma manera en la que había sucedido  un tiempo atrás. Algo tienen las mujeres que cuando te dejan una mirada especial clavada, jamás se suelta. Sin importar cuánto tiempo pase o cuántas otras miradas te claven después, el poder de una mirada coqueta, de odio, de amor, de deseo o de desinterés, siempre se queda grabado en nuestro ser.

Di unos pasos sobre el tapete que tenía junto a la regadera para secar mis pies y estiré mi mano para abrir la pequeña ventana corrediza del baño, buscando que el vapor se liberara a través de la ventana. Una vez que estuve lo suficientemente seco, salí del baño y me senté sobre el borde de la cama.

Si cerraba los ojos por unos instantes, sabía lo que vería. El fluir de aquella conversación, las preguntas, el sonrojo y las palabras que se dijeron para quedar en una cita a la que nunca llegué. Después de ese día, jamás volvería a hablar con ella. Por pena y vergüenza al haber fallado a esa promesa en la que habíamos quedado. No tenía palabras que decirle, cara que mostrarle ni ojos con que mirarle.

Sequé con fuerza mi cabello, me levanté a colgar la toalla en el tendedero plegable que tenía en la habitación contigua y regresé al cuarto. Esta vez, después de sentarme en la orilla, me tiré sobre la cama con la esperanza de que al cerrar los ojos volvería a soñar lo mismo de la noche anterior, y de muchas noches anteriores; deseaba con intensidad soñar algo que no pasó, soñar con un hubiera.

Sobre el autor: Gerardo González, «Al querer ser tantas cosas me di cuenta que para lograrlo solo tenía que ser una: escritor.» Escritor mexicano de todo lo que pase por mi cabeza.